Algo en ella sanó hoy y por eso durmió tanto.
Entonces abre los ojos a la siguiente mañana y dirigido a ella sale un “Ayer pensé que te quería. No se cuándo”
La primera separación fue dura. No se recuerda tanto llanto desde que un Romeo pensó muerta a Julieta. Un Romeo que no era Di Caprio y una Julieta que no era la de Fellini.
Despedidas hay muchas. Unas duelen más que otras, unas se lloran más que otras. Unas parecen afectarle pero el ipod siempre le rescata de ello. Eso, o algún duende que estudie arquitectura y prefiera bailar Elvis Presley en una Sala Sol de Abril.
Después de la última despedida la Otra no quiso hacer la cama en días. Tenía miedo de que el olor se fuera. Dejó el pijama de la Una sobre su almohada. Para pensar que iba a volver. Que esa noche también dormirían juntas. Los días que, por fin, eran de calor, para la Otra se volvieron grises. Bajó la persiana, la de madera, la que no deja entrar un rayo de sol a ninguna hora y no quiso volver a pensar en los países del sur. La persiana que la Una dejaba semiabierta antes de dormir. Decía que de lo contrario no despertaría nunca. Y la Otra pensaba que ojalá no lo hubiera hecho. Que ojalá se hubiera quedado entre sus persianas y su puertita y los móviles de chino que le regalaba cada mes. Que ojalá sólo hubiera esa habitación, ese edredón y ellas dos. Más la música que ponían para disimular.
La Una tomó un avión. No se sabe si la echaron o si moría por huir. ¿Huía para morir? Si las persianas la habían vuelto alérgica y necesitaba desesperadamente volver a oler el Sur, y comer mangos en las calles. Tener sábados de paletas heladas de fresa y cervezas con limón. Que lloró todo el camino, las catorce horas, eso nadie lo duda. Pero sin saber bien a qué o a quién le decía adiós. Quizá a una canción de Moulan Rouge y a una vida en un pueblo de latinos dónde nació Penélope Cruz.
Se fue, para reencontrarse con una ciudad caoba de fuentes bailarinas. Con amores pasados idealizados hasta el tuétano. O quizá no. Con una ciudad de compromisos, de anillos, de sonrisas ya inventadas y borracheras siempre justificadas. Pensó que la Otra no cabría nunca allí. Había que reencontrar más de un abrazo.
A probar el agua de alpiste y las cápsulas de Omega 3. Intentando volver a un peso perdido. Tratando de borrar las arrugas que habían salido fuera. Sería por el frío, o por los llantos en las estaciones, o por gestualizar cuando no debería.
La Otra escribía y lloraba. Creaba castillos de sangre y otros de azúcar. Fijaba la mirada en la calle de un pueblo que nunca le había pertenecido. Pensaba en la Una como un sueño que todavía se podía alcanzar. Hasta que fue un lunes de piscina y la burbuja de nostalgia se rompió con una sola sonrisa. Hasta que ese lunes sus ojos se volvieron de fresa y ya no había pececito que la detuviera.
Después de tanto azufre la Una decidió creerle a McGregor y aferrarse a la Otra. Pero ya era tarde. La Otra estaba en otra más y la Una rodeada de cantera y de campanas de iglesia que le anunciaban algún final. O algún principio. Dejaron de ser un “nos” para ser un Ella, cada una. Una en el sur al que llaman norte y otra en un primero que es casi tercero.
Así acaban casi todas las historias. En realidad todas las que no sean de fantasía. Pero la Una y la Otra se reencuentran. En un punto en el que sería imposible ser un Nos y un Ella. En un punto en el que las miradas ya no llevan dolor, ni esperanza. Dónde las miradas son un; te querré siempre, pero no a tu lado ni a mi lado. Dónde estemos y con quién estés. Mejor así.
Se miran en una Catedral que estuvo hundida. Una Catedral construida sobre otra. Con nuevos cimientos que están hechos de los que hubo antes.
Esta vez se despiden sin un Nos, con dos yos fortalecidos y cariñosos. Hay un abrazo de cuatro días sin un baño y una nariz tapada, que entre otras cosas, tampoco registra el olor. Hay una lágrima y unas cuantas pasadas de saliva, o de agua interna. Eso no se sabe. Dos te quieros y una seña que no logró su objetivo. Esta vez no hay corazones rotos, ni egos destruidos. Hay una mochila que va de regreso a la lavandería y unas botas, de tacón, preparadas para largas distancias en ciudades desconocidas.
La Otra vuela hacia su otra y la Una se vuelve a leer a Stevenson. Pensando, en cada paso que los demás mienten. O están equivocados. El amor del que ella habla es posible.
1 comentario:
Tal vez deberíamos modificar el concepto de amor, aprender que la soledad no siempre es fracaso y en no pocas ocasiones, el mejor desenlace posible.
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