sábado, 11 de junio de 2011

de tu oficina a mi casa

Hoy, al salir de la oficina llovía. Caían grandes gotas y Sabina me hablaba al oído por los auriculares. Pasé por tu oficina. Pensé en llamarte y contarte que hoy, también hoy, encontré tus mails. Volví a entrar a esa cuenta que dejé de lado hace unos años. Buscaba otra cosa, cosas de trabajo, un trabajo que no es mio. Ahí estaba la carpeta que llamé luciernaguillas y tu eras parte de ellas. Sin razón alguna abrí tus mails, pudiendo abrir los de cualquier otro. Nada importante. Tal vez darme cuenta que lo que yo leía en ese momento, ahora, a distancia, no suena tan poético. Estuve a punto de girar en el empedrado de tu oficina. Marcarte del radio. Decirte:
Estoy afuera. Verte y recordarte de cuando no encontraste bolita de cristal para mi y en cambio volviste con una botella de vodka, un vodka especial, dijiste. Como si representaran lo mismo. He ahí la diferencia entre mis sueños y los tuyos. Hablar de cuando desde Barcelona llamabas para decir que había un lugar de hadas al que me llevarías. A ustedes les encanta decir que me llevarán a todos lados.
De los días en los que nos leíamos y luego, cuando te ibas con ella, yo a llorar haciéndome amiga de la cabecera de esa cama-cuna con el edredón blanco. Y entonces borracha a escribir de ti, por ti, pa-ra-ti, como escriben ustedes. Perdón por el ustedes, ya se que tú no eres él pero una cosa lleva a la otra, como tú me llevaste a él. Pero eso hoy no importó. Del desfile por las escaleras en mis noches de borrachera clownesca. De tus caídas en esa ciudad desconocida que te anesteció desde que bajaste del avión. Sobretodo de la última, la caída en el aeropuerto. La de las escaleras de subida, que nunca son una gran caída, dijiste, y las carcajadas que te echaste al levantarte.
Pero no lo hice. No giré, ni te marqué. No es que no te llame, hablo contigo casi más que con cualquier otro, pero pocas veces con esa sonrisa y esta sonrisa hoy era para mi. Sabina me rogaba cantarlo y preferí seguir el camino bajo la lluvia. No hay nada que me embriague más que el olor que desprenden las gotas al caer en la cantera cubierta de polvo. Esta ciudad de cantera y casas pequeñas. Esta ciudad que no es esa en la que estábamos hace tiempo.
Crucé el semáforo, a mis anchas, Sabina se canta con calma, algunas veces claro. Un conductor estresado quiso regañarme por no cruzar más rápido. Paré en seco. Me acerqué a la ventanilla de su mujer y le dije – Tranquilo señor. Usted va en coche bajo la lluvia y yo voy caminando ¿quién debería estar más de malas?- El señor gordo, por supuesto, se echó una carcajada y me dio el paso. Caminé la siguiente calle riendo. Estas medicinas me hacen reír mucho. Volví a pensarte y en esa frase que dijiste hace unos días, cuando veniste a casa y no dejaste recado en el baño. Algo de mi facilidad para cambiar mi día por un hecho tan simple como cantar o bailar por las calles.
Agradecí tanto no tener coche y ser un eterno peatón. Pensé que si algún día hago una novela será sobre peatones y conductores. Si tuviera coche ¿qué haría el resto del día? ¿En qué momento disolvería mis emociones con pasos y saltos bailarines?
Menos mal que nunca aprendí a manejar. Sabina calló y entró Joan Sebastian. En realidad no se cómo apareció en mi mp5, pero entró cantando Ponles agua fresca. Entonces mi mente volvió a dejarte y se fue con otros, cada canción era uno nuevo. El olor de uno, la sonrisa de otra, las palabras de él y los movimientos de aquél.
Al cruzar la plaza la lluvia decidió no visitarnos. Seguro vio que no iba a molestar y se recogió. Saqué mi cámara y tomé fotos con vista al cielo. Seguro nunca las verás. No te gusta navegar en sitios con imágenes. Tú sólo eres de letras. Como cuando en ciencias políticas me instruías sobre el propedeútico de una carrera que nunca estudié y un amigo Pepe te hacía burla. Tú y las letras. Aunque ya casi no. Canté en voz alta todo el camino, reí sola y estuve tan contenta de ser y estar. Sólo yo. Olvidé mi enfermedad cuando retraté la casa blanca con la rama verde que sale de la pared.
Rematé llegando al departamento, al mio. Al de la la planta llamada Hermenegilda, las estrellas, los diarios y los autoretratos de los otros. Abrí la puerta con Esta boca es mia y solté una carcajada.