sábado, 10 de mayo de 2008

si duermes (h. al libro azul)



La piel desnuda.
Ésa es la única cosa por la que vale la pena vivir.
Paul Auster.
El chico sube al autobús con los cascos y Air en la cabeza. Hay mucha gente y él odia ir hasta adelante. Por alguna razón extraña la gente se amontona del centro del autobús para adelante, cuando que la cola está casi siempre vacía. Así que Andrés va hacia el fondo. Está despreocupado, concentrado en la música, hasta que mira el asiento de su lado. Es ella. Tres mil lombrices le agujeran el estómago y no sabe a dónde voltear. No es posible que en el mismo autobús, en una ciudad tan grande, con tantos autobuses, con metros, con la cantidad enorme de horarios de los miles de habitantes. Él y ella van en el mismo autobús a menos de un metro de distancia. Ella va dormida. No lo ve. Él intenta salirse, irse hasta adelante pero el bus está lleno y es imposible moverse de su lugar. Air sigue de fondo en su cabeza pero ya no lo escucha. Sólo escucha sus dudas. ¿Y si se despierta? ¿me volteo? ¿la saludo? ¿le hablo?
Hace ya un buen tiempo que no la veía. Le desconcierta que esté dormida. Ella, tan viva, tan risueña, que siempre iba en los autobuses analizando a la gente como si puedese extraer algo de cada pasajero, ahora, recarga su cuerpo en la ventana, está pálida, se le ve cansada y sus suspiros son pequeños rayos de tristeza que Andrés llega a percibir. Lleva la mochila sobre las rodillas y su dedo entre las páginas del libro delata que la lectura la durmió. Don Quijote. Las lombrices de Andrés se han ido acomodando en su cuerpo y sonríe. A buena hora se decidió a leer a Cervantes.
Lucerna venía leyendo en el autobús. Tenía el libro abandonado desde hacía más de dos años. Había intentado leerlo casi tres veces, ninguna se sintió atrapada, Lucerna no lee un libro si no se siente atrapada por la primer página. Ahora va en el circular, el trayecto va a durar más de una hora, con la lluvia y el tráfico. Don Quijote puede ser buen compañero. Ha llegado al maravilloso nombre de Dulcinea. Al leerlo siente dos punzadas en el corazón y una en el estómago. Separa la página con el dedo y mira hacia la ventana. Era en la cama de Andrés dónde fue la última vez que discutió su desgana para leer a Cervantes, donde confesó quererse cambiar el nombre a Dulcinea. Lucerna se ha quedado dormida pensando en Andrés, en su cama, y en las flores que se asomaban en ése balcón.
Andrés ha dejado de sentirse incómodo. El sueño de Lucerna parece ser profundo y ha dejado de tener miedo al despertar. La mujer de al lado se levanta y Andrés se sienta justo de frente a Lucerna. Ahora, después de tanto tiempo queriendo matarla, no puede más que sentir una enorme ternura al verla tan cansada, dormida en una ventana. Las veces que la ha visto dormida. Casi todas desnuda, ahora le está quitando la ropa y la lleva a su habitación. Andrés la ha besado, le quita la ropa con suavidad tan extrema que podría ser una muñeca de porcelana. Lucerna se sonroja y se gira de espaldas. Como si le diera vergüenza. Andrés le besa el cuello, acaricia sus cabellos y le recorre el cuerpo como si la estuviera esculpiendo. Ella se acuesta en la cama, dejándose hacer. Andrés le recorre la espalda a besos, hasta llegar a sus pies. Y cuando ella suelta el suspiro final. Andrés, sonriendo, se recuesta boca arriba a su lado. Lucerna se levanta y comienza su turno. Lo besa ella a él. Empieza por succionarle los dedos de los pies, sube por las piernas, hasta la entre pierna. Se pierde en el olor de las entrepiernas de él. Andrés se retuerce. Lo besa, lo succiona, lo acaricia, primero suave, suave, suave, un poco más, más, más. Andrés la mira y reconoce a la amazona en su cadera gobernandolo. Le encanta. Lucerna sigue, haciendo cosas con las manos, con las piernas, con los dedos, con la boca, con el pelo, con la lengua. ¿Cómo puede utilizar todo a la vez?Hasta que Andrés pone los ojos en blanco y explota.
Entonces Lucerna-amazona vuelve a Lucerna-suavidad, se recoje el cabello con la mano derecha, se lo acomoda sobre el hombro, parece que va a coquetear, pero, una vez más mira por la ventana. Se asoman las flores traviesas del balcón de Andrés y el reflejo de una luna envidiosa.
Andrés le besa el hombro pero Lucerna ya se ha perdido entre los techos de los edificios y su mirada está ya muy lejos de la cama y su cuerpo ha dejado marchar a Lucerna-amazona, para convertirse en Lucerna-de-cera. Andrés vuelve a sentir cómo se le encoje el corazón y de nuevo vuelve al autobús a velar el sueño de Lucerna, cansada y sola.
El sueño de Lucerna está invadido de Andrés, huele a Andrés, sabe a Andrés. Andrés en la playa, bajo las olas. Haciendole travesuras en el escote y detras de las rodillas. Andrés con licores frutales y aceites agridulces. Lucerna como Dulcinea desnuda bajo un molino que está entre tornados de arena. Andrés tormenta amarrándose a sus axilas. Aves moradas y flores gigante que le acarician las mejillas.
Andrés no quiere despertarla, su parada se acerca. Hubiese sido bueno saludarla pero se ve cansada y sería estúpido despertarla para decir "Hola" y marcharse. Coge sus cosas se levanta. Los converses de Lucerna se mueven y él piensa que es el comienzo de su despertar. Pero se equivoca. Sólo se acomoda. No resiste las ganas y le besa la frente.
Lucerna abre los ojos y se encuentra con un jamaiquino sonriente frente a ella. No lo conoce y vuelve a girarse a la ventana. Piensa que el beso estaba en el sueño y regresa a buscarlo.

domingo, 4 de mayo de 2008

(h. al libro azul)


No sabemos lo larga que es nuestra historia
pero sentimos su peso.
Jorge Franco Ramos.
Mi reflejo en el metro. Con los audífonos más grandes que mis ideas, o algo así. Mi cara es cuadrada. En días como hoy, gris plata. Se me marcan las arrugas y los huecos de las sienes. Hay grasa en mi cabello. Reconozco, de nuevo, mi rostro llorando. Otra vez en el metro. Creo que es el lugar de la tierra que más lágrimas mias tiene guardadas. Hoy pensé que el metro es mi mejor amigo. Que es con el que más tiempo he pasado en estos últimos años. Es el que me ha tenido llorando entre sus brazos, para después escupirme a la calle y al invierno de la convivencia. El que me recibe por las mañanas, templado para acogerme mientras leo. El que me regresa a casa cuando la borrachera no me permite andar. El que ha sido una cama más de una vez después de un día de exesivo trabajo. Mi cara en la ventana del metro, me recuesto en el asiento. No me da vergüenza llorar en el metro, llorar con el metro. Desquisiarme con el metro. Ya sé que seguro muchos me ven, yo sólo me concentro en mi mirada, en la distancia que hay entre una lágrima y otra, en el movimiento que hago cada vez que cae una. Aprieto los labios, y luego los relajo. Descubro que al llorar tengo contracciones labiales. Descubro que me duelen los pies, me escuesen los dedos. Y que hay momentos en los q se me olvida porqué me subí al bagón tan triste o con tanta emoción desbordada en forma de lágrimas. Creo que necesito una michelada y me salgo a medio trayecto pero al ir andando hacía el bar, me entra pereza y regreso al metro. Hay que esperar siete minutos así que decido andar a la siguiente estación para despejarme un poco. Saco el móvil, busco algún candidato para consolarme, pero no me decido por nadie, autosuficiencia, y decido regresar a casa para sufrir sola, que luego no lo consigo. Lloro, otra vez este trayecto interminable de metro. Salgo de nuevo en mi calle. Es sentir el aire y borrarseme las lágrimas. Adam Green. Entro a casa cansada. Llamo, mi hermano está lejos y me contesta la voz de una extranjera desconocida. Me asusto y cuelgo. Se me acabaron las ganas de llorar. Es el cansancio. La inutilidad de las lágrimas. Mi falta de fuerza.