lunes, 19 de abril de 2010

hija de mama pulpo

Es necesario proteger a las lámparas; un golpe de viento puede apagarlas.

El principito.Antoine de SAint Exúpery
(homenaje al libro azul)
Era tan delgada que el viento de abril podía levantarla en sus brazos y hacerla girar sobre los jardines de la estación. Sus ojos, aceitunas, casi cerezas salían por su ventana cuando llegaba la luna, también otros días, cuando algún ave cantaba en el marco. A veces era sólo ojos. Nunca se llamó Jimena, tampoco Fernanda y poco le faltó para llamarse Colilla.
Ella también sintió que no pertenecía a este mundo. Como tantos personajes fantásticos y tantos artistas secuestrados. Le dolían las uñas con el sólo suspiro de un árbol. También pensó que nunca encontraría el lugar. Pensaba en el lugar porque el amor le importaba poco. Sus cabellos largos y oscuros le hacían olvidar que las fresas no crecen en todas las estaciones y que el equilibrio era un concepto casi inexistente en su planeta. Olvidó que tenía intestino para dejarse volar.
Su madre fue un pulpo color pastel. No tuvo padre porque cuando las madres son pulpos los padres no pueden ser. No se puede tener hijos con pulpos color pastel. Ahora, que si fuera de otro color, sería probable. Todo depende de el color con el que se mire. Los pulpos pastel sólo pueden verse en pastel.
Creció lamiendo los tentáculos debajo de la cama y luego debajo del río. Hay pulpos que son de río. Su saliva se volvió ácida y agridulce, dependiendo la hora del día.
Pudo haber sabido que los planetas tienen manchas y que el sol tiene atmósfera pero al no ponerse los tacones olvidó todo lo que pudo haber aprendido.
Reía como ríen las anclas de los barcos al llegar a tierra. Se escondía a reír detrás de las maletas y las ligas de aeropuerto. Alguno llegó a escucharla pero lo ha olvidado. Como los martes terminaron por eliminar el recuerdo de su cabello saliendo de duchar y los lunes su pestañear antes de abrir los ojos.
Frágil, porque los tentáculos dan seguridad pero no fuerza. Por eso caía cada vez que el cielo tronaba y algún rayo entraba por su cajonera.
Leyó Peter pan y se enamoró del verde. Como cuando otras se enamoran del naranja. No supo que existía la crueldad porque detrás de un mostrador y un par de maletas casi no se ve a los perros malos. Salvo la vez que la mordieron y por eso lo olvidó.
Soñó que no soñaba y eso la hizo más pequeña y los ojos se le salieron más. Mamá pulpo la esperaba debajo de la cama o en la esquina del sofá cuando era la hora del té. Para que no temblara si se encontraba con algún pollo mutilado.
Se le veía blanca y despierta antes de las 4. Cuando paseaba por los pasillos. Siempre entre pasillos y paseos que iban del norte al sur. Y es que el este y el oeste le arrugaban la piel.
Pasó de Asturias a Bahía Blanca esperando que Júpiter se acordara de ella. O del pequeño tentáculo que le salía en la comisura de los labios. Pero Júpiter atrapado por Marzo la dejó en el olvido y a ella también se le olvidó la alineación de los planetas.
Mamá pulpo la arrullaba en su cuello cuando las focas la asustaban o cuando los toros bailaban tango desesperados.
Se alejó de las golondrinas asustadas y arrebató los gritos del mar. Se escondío debajo de la farola y ahora desde ahí tramita el suspiro para llegar al final.