viernes, 28 de octubre de 2011

no estoy enfermo.

Le escribo a ella. No sé porqué a ella. Podría escribir a los 879 contactos que tengo en el ordenador, mi mente vuela a ella. Para contarle, decirle que todavía me sigo buscando. Algo me pide explicarle que no fue ella, que sigo siendo yo. Yo, este hombre-niño que busca en todos lados. Detrás de las paredes, en las sincronizadas y el café con leche de la mañana, en los libros de Onetti y en los poemas de Lezama Lima. Busco, encontrando y a la vez no tanto en los talleres de lectura y de comprensión cinematográfica. En las chicas de la calle y en las de castillos. Todavía no encuentro, no encuentro todo, por eso me remito a ella. Y ella, sintiéndose atacada, confundida y soberbia me contesta. Recordándome que no soy más que un niño. Que ella ya está bien, que está mejor que nunca, que su literatura ha avanzado más allá de lo que yo un día pude imaginar. Que el amor le florece por todos lados. Que es una esponja de sensibilidad y una máquina que fabrica arte sin parar. Que no hay nada que la moleste.
Vamos, que la vida sin mi es la mejor vida que le ha podido tocar. Me siento, tomando un sake mientras la leo. Respiro profundo y caigo en la cuenta de que no le creo nada. Que ambos sabemos todo es parte del reto. Todavía no me entiende. Pensará que le escribo para presumirle. ¿Escuchará los espacios entre palabras?No entiende el grito de mis acentos, ni la nostalgia de mis comas.
El sake, tan japonés, como ella. Lo tomo para leerla, para que mínimo algo de ese momento tenga su sabor. Porque sus mails ya no saben a ella. Saben a su máscara y al externo que se pone cuando habla conmigo. Saboreo el sake recordando cómo era cuando tomábamos botellas de tinto hasta que llegara su compañero de piso, hablando sin parar de lo que nos dolía de nosotros y del mundo. Cuando tirábamos lágrimas a la madrugada en una ventana de reguiletes coloreados.
Intento pensar en su voz cuando comía pollo al curry en el indú más picante del barrio bajo. Cuando me confesaba el temor que le tenía a las estrellas y porqué sus minifaldas eran cada vez más cortas. Ella me escribe bajo el puente que cubre sus intenciones sexuales, pensará que yo tengo algunas. No me interesa el sexo con ella, no ahora. Si quisiera sexo no le escribiría. O si la quisiera a ella para volver a algún sitio. No me interesa volver ¿o sí? Me interesa seguir allí.
Tal vez es sólo que la extraño. "Extraño tu intelecto" me dijeron alguna vez, en ese momento me hizo gracia, una gracia amarga y dolorosa. Ahora lo entiendo, lo entiendo con ella y no con la otra. Extraño sus conversaciones, las de cuando era ella y no esa muñeca de cartón intelectualoide que pretende ser cuando está conmigo.
Me gustaría volver a ver sus ojos y no los de esa barbie popera en la que se ha convertido. No los ojos de esa líder postmoderna. Quiero ver los ojos de la que en las madrugadas se asustaba ante la imagen de la muerte de su padre. Escuchar el consejo de la que ya vivió cuatro vidas y sabe que lo que dice es lo que tiene que ser. La que me miraba con ternura y no con miedo.
Sus mails huelen a miedo y tengo que dar tragos largos al sake para no darme cuenta.

Debería no escribirle. DEbería quedarme sentado, leyendo, esperándo el mail de alguien más y escribirle a quién sea. Pero tiene que ser ella. A ella hay que descargarle, para que me entienda. Para que salga de ahí y viéndome a mi se pueda ver a ella. Por un acto de mera soberbia y escarnio.

No estoy enfermo.