Hay tres razones para que sea infeliz. Dos de ellas son él y la otra ella. Tendrá que ver telenovelas y ajustarse a la convesación de la vecina. Quizá con un café de olla y unas orejas quemadas.
Las sillas huelen a mojado y las sábanas a carbón. Todavía no se le pasa la gripa y sus ojos siguen llorando. Ya no se acuerda por qué. Algo que no era suyo.
Una barca con restos de pescado y espinas de mariposa. Un abrigo del anciano que murió cuando empezó a apestar. Dos besos de raíz de mandrágora y un apellido que sonaba a ambulancia.
Y así vuelve a poner los pies en la tierra. A calentar el agua para que se bañe el niño y el padre tome su remedio. Aunque no sean tiempos de guerra y ella no haya sido violada.
Asi sin seguir el pie, ni el paso, ni la brisa de la montaña que dejó de secarse cuando otra llegó.
Para que la noche sea después de la mañana y después del día. Cuando empiece a oler a jitomate y a vinagre. Hasta que vuelva a enterrarse las piedras en las uñas y los ojos en los pies.
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