lunes, 21 de enero de 2008

ella botón ( h. al l. azul)


Tú con las alas rotas y el corazón
herido
te vas hacia los reinos donde el
amor se hiela
García Lorca.
Sabía que no se llamaba Beatriz. Aunque ello hubiera sido muy poético para todos. Tenía un nombre compuesto. Un corazón en recortes, estampa sobre estampa. Un collage casi perfecto. Hasta que se abandonó, para perderse. Arriesgada y tímida dio el salto. Seguramente fueron las gafas de colegial. De niño de escuela pública. En los países tercermundistas, perdón en vías de desarrollo, los niños de escuelas públicas tienen un aire bien distinto a los demás. No bordó telarañas. Quería callarse. Sentarse frente al muro de las olas de Yukio Mishima. Fue enfermera, chamana, amiga y guarda espaldas. Hasta que llegó el tonto que la enamoró.
Se dejó besar porque esa noche la luna estaba de traviesa y le movió las luciérnagas que le saturan los huecos que lleva entre cada hueso y en la nuca. La luna susurra aveces conjuros en los oídos de las más brillantes. Se dejó besar. En noches así los labios se mueven solos y el tinto expira hormonas de ansiedad. Su boca fue la primera traidora. Se adhirió a él y estando ya de cerca el olor de su cabello le creó adicción. Ella le acarició las orejas y las mejillas pensando que la piel es el mejor de los órganos. Sus dedos se perdieron en su cabello, en el de él. Así de a poquito el corazón se fue quedando preso al pecho de él. Del enemigo, del contrario, del elemento del que siempre hay que estar alerta. Entonces mientras lo besaba cantó una canción de cuna que sólo las hadas podían escuchar. Cerrando los ojos fue levantando los pies. Flotando en espirales. En el espacio del Principito, de todas las Alicias y demás Sebastianes. De su cintura cayeron pétalos. Dejó de ser humana, por un beso. Como si de pronto toda la basura del mundo hubiera desaparecido y sólo quedaran las flores, las estrellas y las risas de los niños. Entendió la poesía y dejó de verla matemática.
El vagabundo que la observaba desde la banca grafiteada ha contado que lentamente sus cabellos se volvieron cairéles y de su espalda cayó brillantina. No se sabe, los vagabundos no son buenos relatando, dice la gente que mienten. Hay quienes creen que son muertos vivientes, sabios atrapados o ángeles caídos. Solo se sabe que ese vagabundo no ha querido dejar de sonreír desde ese día.
Dejó de besarla. La tomó de la mano y haciendo alarde de su confianza la dejó a media calle. A las tres de la mañana los coches siguen vivos. No sabemos si él era consciente de eso. Ella vio acercarse las luces pero los cantos de las hadas le impidieron mover las piernas. Después todo pasó rápido, no supo si fue un avión o un taxi, pero eso la aplastó. La carretera ahora eran vías y él ya no estaba a su lado. Le dolían las piernas y los brazos. Su cabello estaba quemado y en vez de ojos le habían quedado dos botones mal cocidos. Escuchó tronar las esquinitas de sus huesos. La sangre le pesaba. Poco a poco, como siempre, como antes, se levantó. Caminó entre las vías, subterránea. No escuchaba ya canciones ni murmullos. No quiso volver a salir. El fantasma del metro. No ha querido volver a salir, no quiere. El vagabundo no volverá a verla y mejor para él.
Y el otro, el que la besó, cuentan que salió corriendo. A los dos días estaba besando a otra.

2 comentarios:

limbocolectivo dijo...

Suele suceder.

Anónimo dijo...

Miguis, llama a W cuando la interzona esté dispuesta. Dejate de figuras decadentes en edad madura; armamento para desfigurar patos, cisnes o cualquier intento de pluma ligera.